Escribo
lo que sigue, a riesgo de parecer ingenua y boba, aunque no me considero tal. Hay
cuestiones que de tan evidentes, dejamos de decirlas. Y una vez admitidas
reiteradamente como inevitables, resulta hartamente complicado desterrarlas de
nuestra vidas y costumbres, a pesar de que en sí sean injustas, absurdas,
incoherentes. Por eso, escribo lo que sigue aun a riesgo de parecer idiota.
Política
es una palabra con muchas acepciones en el Diccionario de la Real Academia
Española. De todas ellas, las dos últimas son las que entrañan una definición
fenomenológica en sí misma del término. Estas definiciones, digamos,
esenciales, dicen que la política es “arte
o traza con que se conduce un asunto o se emplean los medios para alcanzar un
fin determinado”, o también “orientaciones o
directrices que rigen la actuación de una persona o entidad en un asunto o
campo determinado”.
El
resto de las acepciones que incluye el Diccionario son atribuciones en relación
a … En relación al gobierno de los estados, a la actividad de los ciudadanos,
al arte de la cortesía …
Tengo la impresión de que curiosamente, esas acepciones que
entienden la política como algo en relación a algo se corresponden mejor con la
concepción que los “políticos profesionales” tienen de la misma. La otras, las
que se refieren a la política como un arte encaminado a la gestión, a la
resolución de problemas, a la consecución de objetivos, responden sin duda a la
idea que anima a los ciudadanos en general cuando esperan que los políticos
gestionen las instituciones y las administraciones encaminándolas al bienestar
de la gente.
Como soy ciudadana, participo de esta idea básica. Como soy
persona y ciudadana, entiendo que las actuaciones, asuntos, fines de los que la
política debiera ser arte y traza se refieren siempre a asuntos, actuaciones y
fines que atañen a mi vida y a las vidas de quienes me importan. También de los
que me importan de una manera empáticamente
grupal, porque – no sé si para mi bien o para mi desgracia- tengo un concepto
de la vida bastante basado en el sentido empático y social de la
responsabilidad individual.
Entiendo,
por tanto, -acaso ingenuamente a pesar de mis disimuladas canas- que a un
político los asuntos de los ciudadanos le interesan por sí mismos. Entiendo que
un político lo es en cuanto ciudadano preocupado por los asuntos de los demás
ciudadanos. Y entiendo que estos asuntos
no dejan de interesarle porque él deje de ejercer la gestión directa de las
instituciones (y digo gestión, y no digo poder, y lo digo así de una manera
absolutamente intencionada). Entiendo que si cuando el político detentó esa
gestión, experimentó una preocupación máxima por un asunto en concreto de un
colectivo de ciudadanos –tenga éste asunto el grado de importancia que tenga,
sea el colectivo con más o menos peso en el entorno-, tal preocupación le
acompañará igualmente cuando ya no ejerza la capacidad de gestión directa para resolución.
Entiendo que a pesar de esto, seguirá escuchando a los ciudadanos que continúan teniendo el problema sin resolver; seguirá preocupado por dicho problema, y
procurará transmitir al político que le suceda en la gestión la necesidad de
resolver el asunto, y seguirá trabajando por ello, aunque tenga que dejar el poder. Entiendo que ambos, el que se va y el que está llegando, cooperarán en alcanzar el fin deseado, puesto que esto es la política según la
última definición explicitada por la RAE (que es sabia, como sabemos). Los
problemas existen independientemente de que el político esté en el ejercicio
del poder, en funciones, o en la oposición al poder. La resolución de los
problemas debería ser siempre el tema principal.
Entiendo
todo lo dicho hasta ahora. Pero sé – lo sé hace tiempo- y compruebo día a día que no
suele ser así. Que el problema del ciudadano preocupa al político en tanto en cuanto su
resolución aporta un valor a sus siglas y sobre todo le aporta posibles
ciudadanos agradecidos, aclientelados. Es el mismo concepto decimonónico que
perpetuó durante décadas la alternancia pactada de partidos (ahora Cánovas,
ahora Sagasta) en el siglo XIX. Y es un cáncer casi impercetible en sus
comienzos, pero terrible, cuya metástasis generalizada concluye en la
corrupción.
Quizás
los políticos piensen otra cosa. No lo sé, la verdad. Pero la política no podrá
recuperar crédito entre los ciudadanos, en tanto que éstos y sus vidas no dejen
de ser rehenes de los resultados electorales, y las actuaciones políticas
cheques al portador. Y esto incluye un diseño de la administración mucho más técnico y profesionalizado, menos instrumentalizado políticamente, menos sometido al puro procedimiento burocrático, y que pueda funcionar por sí misma al menos en las cuestiones básicas y urgentes
Y una vez escrito lo que antecede, a riesgo de parecer boba y recién llegada, os dejo ahora la razón de haberlo escrito; no es pataleta, es de nuevo, decepción:
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