martes, 10 de julio de 2018

Educación Especial más allá de los 21




Tenemos que aprender muchas cosas en relación a las personas con diversidad funcional y su vida. Por ejemplo, debemos saber que los jóvenes con discapacidades motoras y físicas y también intelectuales (que son, sin duda, todavía unos desconocidos para la mayor parte de la sociedad) siguen siendo jóvenes, como todos los demás de su edad, aunque cumplan 21 años. También debemos saber que, en su caso, no todos (en la actualidad más bien muy pocos) encajan en las vías de salida que el sistema ha pensado para cuando termina, en un momento entre los 18 y los 21 años, su escolarización reglada.

De los 18 a los 21 años se desarrolla, en los centros de educación especial y según un Real Decreto (ámbito nacional) que data ya de 1995, una etapa denominada de Transición a la Vida Adulta (TVA), que ya no es obligatoria, pero que es cumplimentada prácticamente por todos los alumnos que tienen posibilidad de acceder a ella (depende de la oferta y la demanda de plazas, ya que no todos los centros educativos –públicos y concertados- tienen implementada en sus proyectos la TVA).

Concluida la misma (o bien antes, si no se completa esta etapa) los chicos y chicas con diversidad funcional pierden su vinculación con el sistema educativo y pasan a depender del sistema asistencial. No parece muy lógico que esto ocurra de manera general. Hay casos en que sí que será preciso (por el nivel de afectaciones, necesidad de determinados cuidados, etc.) que así sea. Pero hay otros muchos en que a los 21 años los chicos y chicas con diversidad funcional siguen teniendo, como corresponde a su edad, muchas ganas de aprender, mucha curiosidad por las cosas, y una necesidad de convivir y compartir experiencias con gente de su misma generación.  Insisto, no me refiero a los jóvenes con discapacidad física, pero sin afectación o muy poca en las funciones intelectuales, porque en estos casos, aunque con dificultades y muchos inconvenientes, el sistema parece ya haber asumido que debe incorporarlos a las vías habituales de enseñanzas superiores, por ejemplo. Me refiero a los jóvenes que nunca podrán caminar ese camino, pero que atesoran y saben poner en desarrollo sus propias capacidades, a su manera y  a su ritmo.

Tenemos que aprender a no ser reduccionistas con todos aquellos que no pueden incorporarse a la actividad social de una manera estándar, como cada vez lo somos menos con quienes sí encajamos en dichos parámetros normalizados.  Cuando los jóvenes con diversidad funcional motórica e intelectual cumplen 21 años sólo tienen dos opciones: centro ocupacional o centro de día. Centro ocupacional, o en el mejor de los casos, centro de empleo especial, para aquellos que pueden desarrollar ciertas tareas sobre todo de índole manual. Centro de día para los que no pueden llevar a cabo esas labores. Pero, ¿y el pensamiento? ¿y las emociones? ¿y el aprendizaje de conceptos, nociones de toda índole, relaciones humanas, etc.? ¿el desarrollo personal?


Trabajos en el huerto del colegio


Os cuento. Estamos preocupados. En dos años, como mucho, si nada cambia, se terminará el periodo escolar de Daniel. Daniel no puede manipular con las manos. Daniel va en silla de ruedas. Pero Daniel está aprendiendo a cantar y se pirra con la música; a Daniel le gusta hacer deporte; a Daniel le gusta la historia, la geografía, las narraciones, la informática y la astronomía. No es muy aficionado a las  matemáticas, pero va aprendiendo. Los experimentos le molan más. Y ahora que va ganando en capacidad oral y que, por lo tanto, puede comunicar mejor e interactuar mejor con sus inquietudes ante los demás, tiene por delante unos años magníficos para seguir avanzando en lo que, en su caso, llena su tiempo: aprender, sentir, ampliar su rico mundo interior y compartirlo.  Daniel no encaja ni en un centro de día ni en un centro ocupacional. Desde el comienzo de nuestra búsqueda hemos visto con claridad que necesitábamos algo lo más parecido posible al colegio. En sí, eso no existe. Es verdad que hemos encontrando profesionales en las instituciones a las que debería acceder en el futuro que nos aseguran que se atiende a cada joven según su propio perfil, y que no se abandonará la formación de Daniel, no se dejará en barbecho su hambre de saber. Lo agradecemos mucho. Pero esto no puede ser cuestión de voluntad de los profesionales. Los jóvenes con discapacidades físicas e intelectuales, que maduran más tarde, que necesariamente tendrían que prolongar su aprendizaje más tiempo precisamente por ello, está claro que merecen un tiempo de escolarización mas prolongado que el que ofrece el sistema actualmente.


Si los chicos y chicas sin problemas pueden acabar sus estudios hoy en día, en muchos casos, cuando andan rozando la treintenta, ¿alguien me puede decir por qué nuestros jóvenes diversos funcionales no merecen, por lo menos, lo mismo? Establecemos para ellos una vía diferente de educación, argumentando la necesidad de adaptar el curriculum a sus necesidades especiales, pero nos quedamos a medias. Soy consciente de que no todo se puede hacer a la vez, pero desde 1995 han pasado ya casi 25 años. Desde entonces, el ámbito de la discapacidad y también de la educación especial han evolucionado positivamente en muchos factores y muchas de las condiciones sociales y vitales en que se desenvolvían las vidas de las personas involucradas. Muchas de estas condiciones han sido objeto de revisión desde entornos institucionales, sociales, educativos, al aumentar el conocimiento y comprensión sobre dichas condiciones. Pero, evidentemente, queda mucho por explicar, mucho por aprender, mucho por reorganizar. Sin duda, una de esas cuestiones es esta necesaria prolongación de la vida educativa de los jóvenes más allá de los 21 años. Se hace necesario cambiar la norma y, claro, recomponer conceptos presupuestarios. 


Estamos seriamente preocupados, la verdad. Y muchas otras familias, también.

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