domingo, 20 de noviembre de 2016

Ofelia, la luminosa discapacidad






El próximo 24 de noviembre llega a Madrid (Teatro Español) La extinta poética, que tuvo su estreno global en Zaragoza (Teatro Principal) hace algunas semanas.  Entonces ya dije que la obra me había gustado una barbaridad. Hermosa, concreta, exacta, dinámica, aguda, a ratos cruelmente divertida, con un lenguaje dramático que actúa como la herramienta de un cirujano y que hace de la elipsis, utilizada como dinamita, una metáfora vital (un lenguaje que a ratos me reconducía a brillantes momentos del Absurdo). Con una escenografía radical y subversiva, pues convierte en protagonistas aparatos que en el tiempo cotidiano y más aún en el tiempo del arte procuramos esconder, como una grúa ortopédica utilizada con las personas discapacitadas.

Lo prometido es deuda. Dije que hablaría del tratamiento de la discapacidad en La extinta poética y eso quiero hacer ahora. Me sorprendió por valiente y poco convencional el enfoque con que se abordan los problemas de convivencia en el seno de la familia que protagoniza la obra, en lo que se refiere al hecho de que en ella se incluye una persona con un alto grado de discapacidad. Y digo discapacidad, y no digo diversidad funcional, que es el término inclusivo consensuado en la actualidad por los principales implicados. Y digo discapacidad, aunque en coherencia con el tono de la obra debería decir como poco minusvalía, retraso mental, inútil, o incluso monstruosidad.

Es voluntad del lenguaje y del montaje teatral de La extinta poética dejar que afluyan y fluyan las miasmas. La discapacidad, vista desde el lado oscuro del extrañamiento, sirve como gran metáfora de la incapacidad de la sociedad para ayudar a crecer a sus miembros, a los seres humanos, para hacerles ser y sentirse buenos con los otros, para la empatía. En la obra cada personaje considerado individualmente no es ni malo ni bueno, es malo y es bueno, está lleno de matices (y digo con consciencia bondad y maldad, pocas ambigüedades podemos permitirnos ya) . Pero la relación con los demás es lo que agudiza lo malo y lo peor de cada cual y su infelicidad. Porque falla el contexto y el medio. Porque el contexto y el medio nos quiere así: convencidos de nuestra incapacidad, aupados en nuestra desgracia, adictos a ella y a las muletas que nos sostienen en forma de sustancias, egoísmo, consumo, mediocridad.

Uno de los personajes representa a la hija con grave discapacidad. No hay com-pasión para con ella. Pero la obra no habla de cada una de las familias que albergan a una persona con discapacidad. La obra habla de todos nosotros, como sociedad en general. Por eso hay indiferencia, cuando no desprecio hacia esa hija. Por eso hay un evidente impotencia para hacerse cargo de ella. Por eso hay un incapacitante sentimiento de culpa mezclado con un cruel desconocimiento, que causa dolor al otro diferente pero también a quien  experimenta dichos sentimientos. Por eso ninguno de los otros personajes de La extinta poética quiere asumir su cuota de responsabilidad para entre todos integrar a la hija discapacitada en su vidas y hacer así quizás también más llevadera la vida de todos.

La hija discapacitada es Ofelia. Ofelia alberga más vida y más capacidad de vida que todos nosotros juntos. Ofelia es la belleza, la luz, el arte, la vida misma tan frágil y tan poderosa por sí misma. Mientras los demás corren hacia el desquiciamiento entre sustancias, medicamentos de autoayuda, falsas ilusiones y autoengaños, la hija discapacitada crece y crece mientras ensaya como para sí misma todo el tiempo su gran papel de Ofelia.

Antes de abandonar el lado de la verdad teatral, pues quiero terminar con un breve apunte en el lado de la ficción real, no puedo dejar de destacar ahora –los cuatro intérpretes hacen un trabajo magnífico a mi modo de ver, como ya dije en su momento- la generosa y honrada interpretación del personaje de hija discapacitada a cargo de Ingrid Magrinyà.  Su encarnación es brutal. Por hermosa y por introspectivamente verdadera. Quizás sólo alguien que conoce y maneja su cuerpo a la perfección, como una bailarina –e Ingrid Magrinyà lo es- podía entender cómo expresar la íntima imposibilidad de manejar ese cuerpo, movimiento a movimiento. Alucinante.

La extinta poética demuestra que la inclusión de la discapacidad en el lenguaje artístico (teatro, danza, novela, lo que sea) es no sólo posible, sino necesaria y enriquecedora. También para la misma elaboración artística de los lenguajes.

Del lado de la ficción real, quería, para terminar, añadir que en la obra hay momentos en que Ofelia es desdeñada, casi maldecida. Para quienes amamos profundamente a alguna persona con discapacidad esos momentos son muy dolorosos, pero no innecesarios. Me explico.  Hay veces que incluso al amor le cuesta sobreponerse al cansancio, al agotamiento, a la soledad, a la indiferencia de una amplia mayoría.  No dejas de amar. No dejas de cuidar. No dejas de ser feliz con todo lo que se te devuelve en esa relación tan especial, gracias a esa posibilidad de ver las cosas de una forma diferente y menos condicionada por lo inmediato, entre otras cuestiones. Pero es verdad que hay veces que la falta de empatía social es un muro demasiado alto y una cárcel.

Recordad que Ofelia siempre baila, aunque baile por dentro y sólo seáis capaces de ver algún breve asomo de sus movimientos.




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(La extinta poética. NuevedeNueve Teatro y Producciones PADAM. Texto: Eusebio Calonge. Dirección, Paco de la Zaranda. Interpretes: Carmen Barrantes, Laura Gómez-Lacueva, Ingrid Magrinyà y Rafael Ponce).

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