martes, 4 de febrero de 2020

Handicapé temporal


Llevo ya más de una semana aquejada de una crisis de lumbalgia “hiper”, que me ha estado impidiendo realizar autónomamente casi cualquier actividad, casi cualquier movimiento, mejor dicho. No es la primera vez, y siempre que esto sucede (aunque no únicamente entonces) reaparece el recuerdo de Daniel, con sus escasos dos años, esforzándose para mover un solo dedo de su manita, aquella vez que los acompañé a él y a Inma a la psicóloga de la Fundación Rey Ardid, donde Daniel recibía atención temprana. La profesional le preguntaba a Inma sobre la motricidad de las manos de mi sobrino, y él mientras se empeñaba en mover su dedito, con una lentitud que hizo saltar mis lágrimas, de emoción. Esa lentitud fue la que me dejó ver su esfuerzo, entender algo entonces mucho más valioso que la motricidad: la conexión cognitiva de Daniel con nosotros, con el mundo, no sólo estaba activa, sino que era rápida como el rayo, aunque él luego no siempre pudiera manifestárnoslo.


Daniel en el colegio, con su profesora Laura


Al lado de todo esto, mi lumbalgia es un churro. Pero joroba un poquillo, y aunque parece que ha empezado a remitir, no me veo capaz de augurar cuánto tiempo más le costara a mi cuerpo recuperarse totalmente. Bueno, iba a escribir cuánto tiempo más le costara a mi cuerpo volver a la normalidad. Pero he rectificado, porque no sería una afirmación acertada. Esta situación actual mía como handicapé no es algo anormal, es una condición siempre posible para el ser humano, para unos, a menudo y afortunadamente, circunstancial o pasajera (leve o grave), pero para otros constituye la forma en que permanentemente deben afrontar su vida. 

Para estos últimos, que son muchos más de los que pensamos, hay un momento claramente incisivo: cuando debes dejar la forma provisional de afrontar la desventaja para aceptar, preparar y construir la actitud y las acciones que te permitirán “normalizar” la supuesta excepcionalidad.  Yo ya voy mejorando, pero estos días, varada como he estado prácticamente a todas horas en el sofá del salón (todo lo que es obligatorio y se alarga en el tiempo acaba siendo detestado, con lo que me gusta a mí el sofá…), le he dado vueltas a unas cuantas cosas.

Por ejemplo, la cantidad de actividades, obligaciones, trabajo, afectos … que quedan como en suspenso, debido a mi “handicapacidad” temporal.  Ello me llevaba a imaginar cómo debería organizarme si esta desventaja se convirtiera en permanente: qué ayudas personales, instrumentales, mecánicas … necesitaría para conseguir acercarme a lo que ahora es mi “normalidad” cotidiana, si eso fuera posible.  Entonces, a ratos, he entrado en un estado emocional similar a una mezcla de cansancio previo, pereza, miedo; porque sé bien que el handicapé, como si no tuviera bastante, al final se enfrenta solo, o con sus muy más allegados, al esfuerzo de acercarse nuevamente al resto de la sociedad (no se suele producir a la inversa).  

No se lo diré a Daniel (estoy deseando verle), no le contaré que no he sentido valentía, porque se partiría de la risa ante mi pusilanimidad. Pero sí que le contaré que entiendo más que nunca su orgullo de handicapé, que no teme manifestar sus exigencias personales a la hora de recibir la ayuda y la atención que precisa. Porque ser capaz de reconocerse como handicapped*, analizar lo que se necesita, lanzarse a confiar en el otro, adaptarse a cómo el otro satisface los cuidados, no es nada fácil. De verdad.




*(Este término, tanto en su forma francesa como inglesa, me parece mucho más exacto que el despectivo que hemos estado utilizando en lengua castellana: discapacitado (por no hablar del anterior, minusválido); en castellano no encontramos un término equivalente al handicapé, lo que nos ha obligado a una perífrasis complicada y poco asumida, como diversidad funcional, diversos funcionales)

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