viernes, 6 de noviembre de 2020

Comenzamos en Los Pueyos

 


Por fin, Daniel ha podido comenzar su nueva etapa en el Centro de Los Pueyos, con un retraso de dos meses a causa de las especiales condiciones en que los centros de día y residencias para personas con necesidades especiales deben mantener, debido a la pandemia. No va a poder acudir tampoco a tiempo completo, ni todos los días de la semana, porque la presencialidad de los usuarios va a organizarse en días alternos, para poder observar las medidas de seguridad precisas. Pero estamos muy contentos de que Daniel pueda ir recuperando su normalidad, su actividad. Y él, lo está aún más. 


Daniel escuchando Ragtime




Como ya he contado, todos estos meses, desde que empezó la pandemia, Daniel ha estado en casa, con excepción de quince días de asistencia al campamento de verano, allá por julio. En casa está estupendamente: vacaciones totales. Tan bien que estos meses se ha engordado, ha crecido, ha ido de colega total con su padre a hacer deporte, a comprar, a pasear … En fin. Pero está claro que necesita su propio espacio social, otros estímulos externos a los familiares, una rutina un poco más exigente que la comodidad del hogar. Teníamos un poco de miedo a su adaptación, porque le toca conocer un sitio nuevo (toda su etapa escolar, ya terminada, ha transcurrido en el mismo colegio, el querido CPEE Ángel Riviere), gente nueva, y lo tiene que hacer después de este periodo tan largo y tan acomodaticio en casita con padre y madre. Pero, ha ido muy bien. 

El primer día no quería ir, se enfadó bastante. Sin embargo, volvió nervioso pero contento, aunque no por ello dejó de castigar, a la salida, con su indiferencia a su padre, que le había llevado (y también esperado a la puerta del centro -por si la cosa se torcía- las 3 horas que estuvo tomando primeros contactos, y que en principio iban a ser 2, aunque se alargaron, porque la terapeuta lo vio tan estupendo que se decidió ya a llevarlo a conocer a algunos de los que serán sus compañeros habituales en el grupo burbuja).

El segundo día se despertó gritando “¡quiero ir!”, y cuando su padre se lo dejo a la terapeuta en la puerta, entro cantando ragtime: tu ru ru ru tu tu …  Y cantando ragtime ha salido hoy, su tercer día. 

Ayer por la tarde, le pregunté ¿qué tal el nuevo sitio, Daniel, bien, no? Casi me caigo de risa, porque se le puso una cara de alegría total, al tiempo que me decía con la boca pequeña: no. Si no lo conociéramos…: esa es su táctica para que no creas que puedes desentenderte de él; como si no lo supiera, como si no supiera que está en el centro de todo y de todos nosotros. Y es un alivio que pueda retomar la fisioterapia y las estimulaciones más específicas. Porque como a todos, esta situación de la pandemia también le afecta, y durante todos estos meses ha estado muy callado, costaba sacarle las palabras, y escasamente tomaba alguna iniciativa de comunicación oral. Ayer, cantaba tu ru ru ru tu sin que le dijeras nada, pedía que participase en la canción, quería bailar (nos echamos unos swings que para qué), y terminaba las frases del cuento de astronautas que quiso que le contara. Está más contento, sin ninguna duda, me ha dicho hace un rato su padre y hermano mío. Pues todos contentos.




sábado, 17 de octubre de 2020

Autonomía personal





Muchas noches, después de cenar, nos sentamos un rato a ver en La 2 de TVE algunos documentales sobre diferentes formas de entender la arquitectura: arquitectura sostenible y eco-construcciones, ubicaciones insólitas, auto-construcciones, espacios pequeños y autogestionados ... En el episodio del pasado jueves de la serie "Espacios increíbles", del arquitecto y divulgador George Clarke, mostraron, entre otras, la construcción llevada a cabo por Sam, una persona con diversidad funcional, que buscaba autonomía personal. Está muy bien explicado cuáles son los inconvenientes que normalmente presentan las edificaciones estándar, cómo Sam se ha planteado solventarlas y es realmente estupendo el resultado final de su aventura constructiva: una especie de carromato autosuficiente en cuanto a energía y abastecimiento de agua, totalmente accesible tanto desde el exterior como en su configuración interior, y que Sam puede manejar prácticamente solo. Especialmente llamativo es el hecho de que la grúa construida por un amigo, y que le permite disponer de su apoyo para cambiarse desde su silla de ruedas a un sillón o a la cama, se puede manejar desde cualquier lugar del interior de la carreta, y que, como Sam cuenta, la han llevado a cabo por 150€, frente a los más de 3.000 que hubiera costado si la hubiera comprado.

Los momentos dedicados a Sam y su carreta aparecen en diferentes minutos del programa, porque se van explicando varios casos diferentes. Si os queréis centrar en el resultado final, pinchad a partir del minuto 29 más o menos:

https://www.rtve.es/alacarta/videos/otros-documentales/otros-documentales-espacios-increibles-t6-episodio-2/5685358/

(El programa está disponible en TVE A la carta, hasta el 22 de octubre)

martes, 29 de septiembre de 2020

Y la música no basta

 


Las dos últimas tardes que nos hemos visto hemos estado buceando en la guitarra y en la vihuela. Hemos escuchado piezas interpretadas por Andrés Segovia, de Albéniz, Granados, Bach. Y hemos recorrido un puñado de vídeos con piezas para vihuela, tanto del renacimiento como del barroco. Me hace mucha gracia la expresión de felicidad cuasi beatifica de Daniel cuando escucha música clásica, y no deja de asombrarme su capacidad innata para intuir los giros, los cambios en una composición (aunque no la haya escuchado antes, lo juro): antes de que ocurran suele anunciarlos con su expresión, o se pone alerta, y cuando ya se ha verificado la transición expresa una gran alegría, como diciendo, ¡ya lo sabía yo!

 


Me parece que no os había contado que, a estas alturas, finales de septiembre, el melómano Daniel todavía no ha podido incorporarse a su nuevo centro, el cual ha tenido que cerrar sus puertas para guardar la cuarentena preceptiva por un caso positivo en Covid19. Entre unas cosas y otras, Daniel lleva en casa desde marzo, salvo un par de semanas que pudo asistir al campamento de verano.


Respecto a esta situación os diré, en plan anécdota, que Daniel empieza ya a hartarse de todo, y mira que el chaval tiene una curiosidad a prueba de confinamientos, paseos solitarios con papá y lo que le echen. Pero ya es mucho tiempo de escasa o nula sociabilización fuera del ámbito familiar. En plan más serio, os contaré, sin más ánimo que el de volver la mirada hacia lugares y circunstancias de la pandemia que no se ven demasiado, que la dilatada estancia hogareña de Daniel tiene complicadas consecuencias a nivel familiar. El padre de Daniel tuvo que pedir excedencia en su trabajo para poder atender a su hijo en horario completo, porque a finales de agosto no se sabía si el plan Me Cuida iba a prorrogarse, y la atención a Daniel no es fácil de improvisarse, hay que tener previstas muchas cosas. Así que, de momento, un sueldo menos en casa, pero más gastos diarios.


Sé que cada casa, cada familia, prácticamente cada persona, sufre esta situación de pandemia con alguna implicación dificultosa. Pero, como empieza a escucharse ya desde hace un tiempo, las circunstancias y sus consecuencias no afectan a todo el mundo por igual y, una vez más, los más frágiles han de afrontar mayores adversidades.


Visto desde aquí y ahora, aparte de que la epidemia tiene sus propias leyes que no torceremos completamente hasta que no tengamos una vacuna, creo que este país fue empujado, por razones de pura economía, con demasiada prisa a entrar en esto de la “nueva normalidad”, que se ha convertido en una falta de normalidad para todos, aunque, insisto, más difícil de encajar para algunos. Nadie, a estas alturas, puede decir que, como sociedad, hemos antepuesto la salud. No vivimos en una sociedad que anteponga el valor del cuidado de los suyos. Así que lo ocurrido y lo que parece seguirá ocurriendo no debería extrañar a nadie. Como era de prever en aquella desescalada la razón económica acabó primando bajo los mismos parámetros cortoplacistas que ya conocíamos.


Como al padre de Daniel, imagino que les habrá sucedido a muchos de los familiares de las personas con discapacidad que se hayan visto afectados por la actual cuarentena del centro, y la situación la podríamos seguir multiplicando por todos los centros de atención a la discapacidad que a lo largo de los meses seguro se verán afectados durante periodos de tiempo más o menos largos, igual que va a ir sucediendo con los centros escolares, cuando hay que cerrar temporalmente algún aula.


La conciliación sigue sin ser uno de los objetivos en la estructura de las empresas españolas. La pandemia parecía, dentro del desastre, una buena oportunidad para edificar una economía diferente, menos banal, más real e incluso segura. Los servicios del cuidado constituyen un sector económico a potenciar: a diferencia de algunos otros muy abundantes, los negocios del cuidado, querámoslo o no, siempre serán necesarios, y parece que cada vez más, aunque demos la impresión de ignorarlo, mientras ocupan su territorio franquicias y fondos buitre, que poco ayudan a instaurar una auténtica filosofía social del cuidado.  Esta deficiencia estructural en el entramado social seguro que la vamos a sentir todos en este tiempo, y entre todos deberíamos hacer un pensamiento, de cara al futuro, sobre nuestras prioridades.

 

 

sábado, 19 de septiembre de 2020

Pandemia y discapacidad

El pasado día 12 de septiembre publiqué un artículo en Heraldo en Aragón en el que intentaba poner de manifiesto algunas de las particularidades de los efectos de la actual pandemia dentro del ámbito de la vida en discapacidad.  Sé que cada colectivo del conjunto de la sociedad, cada familia, cada persona sufre esta larga situación de forma semejante a otros, pero también de manera diferente en cada caso, cada cual con sus pequeñas o grandes particularidades. De algunas de estas particularidades somos más conscientes, de otras mucho menos. Creo que uno de los ámbitos menos conocidos (siempre y ahora) es el de la discapacidad, a pesar de que, como hemos dicho tantas veces, no sólo las cifras de ciudadanos que viven con alguna diversidad funcional son los suficientemente importantes como para que no fuera así, sino que cada uno de nosotros tiene muchas posibilidades de pasar a ser parte de ese colectivo en cualquier momento de nuestra vida, por múltiples causas.

Un pequeño ejemplo de estas particularidades en la actual coyuntura pandémica lo ponía, a comienzos del curso escolar, una profesora de educación especial, al advertir que, ya en su primer día de clase con sus alumnos diversamente funcionales, se había tenido que quitar la mascarilla: algunos de sus alumnos no la reconocían, no podía entablar buena comunicación con ellos con la mascarilla puesta. En cinco minutos todas las medidas de seguridad se volvían imposibles, incompatibles con lo cotidiano, pero no de una manera banal (por hacer una fiesta, por no cuidar aforos, o por cualquiera de las incoherencias que tantas veces estamos observando): por pura necesidad vital.

Hablábamos ayer con el padre de Daniel (es decir, mi hermano) sobre cómo a algunas personas de nuestro entorno les cuesta mucho imaginar las graves consecuencias vitales que pudiera tener que alguno de los miembros de su núcleo familiar enfermase. Y si le pasara a Daniel, ya no sólo es que las consecuencias pudieran ser muy graves para su salud, es que se iniciaría una cadena de riesgos familiares complicada de eludir y parar: si a un chaval con discapacidad hubiera que ingresarlo, algún familiar debería quedarse en aislamiento con él necesariamente, porque nadie del hospital podría hacerse cargo de su atención y porque posiblemente la persona discapacitada enferma necesitaría a su lado de alguien conocido, y lo necesitaría de manera constante. Ello conlleva el riesgo de infección para el familiar, y si su proceso fuera grave, estaríamos en una situación terrible. Y esto es el ejemplo extremo de la panoplia de situaciones diarias que se están dando en la vida diaria de los entornos de la discapacidad.

Tengo la impresión de que cuanto más tiempo pasemos dentro de la pandemia más va a decrecer la empatía colectiva. Por eso debemos reforzar todo lo que podamos la protección de los más frágiles.

Copio a continuación el texto del artículo que publiqué en Heraldo, por si alguien no pudo leerlo y le interesa: 













jueves, 25 de junio de 2020

Cal y Arena

Esta última semana desde el hogar de mi sobrino Daniel han llegado noticias entre cal y arena respecto a la vida diaria, si bien es verdad que yo creo que el balance tiende a lo positivo. Explico.

Dos buenas noticias. Una, que desde el lunes Daniel vuelve a asistir al campamento de verano anual “Abierto por vacaciones”; son colonias urbanas escolares, a las que este año se ha sumado el propio colegio de Daniel, el CPEE Ángel Riviere, que ha organizado grupos burbuja en las diferentes aulas. Todos estos meses de confinamiento, desescalada y demás, han supuesto para las personas con discapacidad no sólo un encierro, sino la interrupción de terapias y atenciones especializadas que ellas necesitan en muchos casos para mantener una vida diaria de calidad. Por eso, la posibilidad de reanudarlas en parte gracias a las actividades en el campamento estival es una estupenda noticia. Si todo va bien, Daniel volverá a disfrutar por lo menos lo que queda este mes de Junio y el de Julio de la compañía de sus amigos y de actividades lúdicas y educativas, además de las sesiones de fisioterapia, que son tan necesarias.



La otra buena noticia es que Daniel ha sido admitido para empezar nueva etapa en el centro Los Pueyos. Este año ha terminado su andadura como escolar, y ahora ya, hecho un tipo con barba, toca iniciar nuevas aventuras. Desde el punto de vista administrativo, hemos abandonado Educación y pasado a Servicios Sociales. Desde el punto de vista vital, Daniel inicia aventura, y en Los Pueyos trabajarán con él de forma personalizada, como hasta ahora habían hecho en el Ángel Riviere. Así que, a partir de septiembre, tendremos muchas cosas nuevas que contar.

Las notas de cal las han puesto los vehículos motorizados. La silla de Daniel y el monovolumen adaptado, necesario para poder trasladarse a distancia con Daniel, han petado un poquito y a la vez. De momento, nada que no tenga arreglo, pero es verdad que las averías en elementos tan precisos para la vida diaria suponen un gran estrés. El asunto del transporte estos días ha tenido que ser solventado a base de taxis adaptados, y el padre de Daniel y hermano mío me contaba cómo algunos taxistas le dicen que no eran conscientes de las dificultades que hay que superar diariamente en la vida con discapacidad hasta que han empezado a tratar con las personas y las familias afectadas, y que todo es muy difícil. Pues, sí.

Veréis. El tema de la silla tiene un cierto recorrido más allá de las circunstancias concretas de la avería que ha sufrido. Hace unos días una rueda salía por peteneras, con la suerte de que a Daniel no le pasó nada. Es difícil, por no decir imposible, que una familia media tenga silla de repuesto, dado su precio. Así que bien que mal, la silla, con Daniel sentado en ella, llegó al día siguiente a la ortopedia, donde le hicieron un apaño en espera de que lleguen los repuestos precisos para llevar a cabo una reparación en condiciones y con garantías para la integridad de mi muchacho. El caso es que los repuestos tienen que venir allende el mar. El caso es que, al parecer, las ortopedias no han previsto tener, como sucede en otros sectores, algún tipo de centro de almacén y distribución de piezas de recambio de las marcas. El caso ha sido que, por suerte, y pericia también, claro, del ortopédico, Daniel no ha tenido que quedarse tirado entre la cama y el sofá durante vete tú a saber cuántos días. A mí no me cabe en la cabeza, qué queréis que os diga. Una silla como la de Daniel puede costar entre 5 y 10 mil euros, depende un poco de los componentes. Sí, lo habéis leído bien. Como un coche pequeño. La producción no será tan grande como la de los coches. Pero la necesidad vital del que la usa es mucho mayor. Y, sobre todo, el que la usa precisa de rapidez en la respuesta cuando surge un problema. Es decir, un sector dedicado al servicio personal esencial falla, y falla no sólo en los precios brutales, falla como estructura comercial y de atención al usuario, con sus especiales condiciones. Las personas con discapacidad son clientes cautivos. Es evidente. Y no quiero, de verdad que no quiero, pensar que por esa razón el sector no se organiza con más finura, elegancia y diligencia.

Voy a terminar volviendo a la arenita. Hemos pasado muchos años en el Ángel Riviere. Ha sido años durante los cuales nos han pasado montones de cosas, buenas y menos buenas, pero Daniel ha sido muy feliz en el cole. Os daremos las gracias siempre. Siempre. Los Pueyos, allá vamos, con todas las medidas de seguridad en ristre, como ahora toca, pero con ganas, con esperanza.

jueves, 14 de mayo de 2020

Queda mucho






El viernes anterior a la declaración del estado de alarma, hace hoy dos meses, pasé un momento por casa de Daniel y sus padres, guardando ya la distancia de seguridad, porque Daniel es persona de alto riesgo. Nos despedimos por unos días, sin abrazos, con un “vamos hablando” que se ha prolongado, como para todos, durante un par de meses, en sus diferentes modalidades: llamadas de voz, videollamadas, whatsapp. Esta semana ya hemos podido, por fin, volver a vernos, como todos. Pero, todavía, de nuevo, sin abrazos. Nos costó mucho. Pero Daniel es persona de alto riesgo y, aunque es evidente que la protección absoluta no es posible ni para él ni para nadie, procuramos ser lo más precavidos y cuidadosos posibles. El coste emocional está claro. Pero que sucediera algo por falta de atención, de cuidado, tendría un coste mucho más grave, incluida la devastación emocional.

Soy consciente de que todos tenemos muchas dudas en esta extraña y dura situación, provocada por la pandemia. También tenemos miedo y, contradictoriamente, al mismo tiempo quizás sentimos ya a accionarse dentro de cada cual una palanca que impulsa a huir y a olvidarnos un poco de todo. Estamos cansados. Pero queda mucho. Queda mucho.

No debemos olvidarlo. Salir a la calle no quiere decir que esto haya terminado. Queda mucho. Y todos tenemos, seguro, uno o dos o tres Danieles a nuestro lado por quienes tener cuidado, por quienes cuidarnos, por quienes pedir a los demás que sigáis teniendo cuidado.

domingo, 12 de abril de 2020

Los abrazos

Daniel y yo nos hemos enfadado muy pocas veces. Cuando él se enfada, o cuando saca a pasear su indiferencia porque tú te has enfadado, hay algo que nunca, nunca, falla para romper el hielo y volver a la comunicación y a la ternura: ¿un abrazo, Daniel? Jamás se ha resistido al calor de un abrazo, a ese gesto de amor y comunicación al que Daniel llama, “un mimo”. Durante muchos, muchos años, pasábamos la mitad de las horas de cada tarde que iba a verlo, en plan koala; siempre terminábamos delante del ordenador o de la televisión con Daniel hecho un ovillo entre mis brazos. El contacto cuerpo a cuerpo es para él fundamental. Y terapéutico, equilibrador. No ha abandonado la necesidad de la cercanía corporal. O simplemente no cercena esa necesidad, como solemos hacer los adultos en general, por propia inercia de nuestros adustos quehaceres cotidianos. Yo aprendí de él la capacidad de curación que puede tener un abrazo. Daniel ya es un chaval grande, prácticamente más grande que yo, y aquella rutina que tanto nos gustaba ya no es posible. Pero sí lo son los abrazos con los que nos saludamos cada tarde que nos vemos, los que nos damos mientras estamos juntos, o cuando nos decimos hasta mañana o pasado mañana (como solíamos). Como todos, en esta cruel crisis del coronavirus que nos obliga a estar separados para protegernos mutualmente, llevamos ya cuatro semanas sin abrazos, y nos quedan algunas más.



Así que echad de menos, sin rubor, los abrazos. Es un signo de clara humanidad.

martes, 4 de febrero de 2020

Handicapé temporal


Llevo ya más de una semana aquejada de una crisis de lumbalgia “hiper”, que me ha estado impidiendo realizar autónomamente casi cualquier actividad, casi cualquier movimiento, mejor dicho. No es la primera vez, y siempre que esto sucede (aunque no únicamente entonces) reaparece el recuerdo de Daniel, con sus escasos dos años, esforzándose para mover un solo dedo de su manita, aquella vez que los acompañé a él y a Inma a la psicóloga de la Fundación Rey Ardid, donde Daniel recibía atención temprana. La profesional le preguntaba a Inma sobre la motricidad de las manos de mi sobrino, y él mientras se empeñaba en mover su dedito, con una lentitud que hizo saltar mis lágrimas, de emoción. Esa lentitud fue la que me dejó ver su esfuerzo, entender algo entonces mucho más valioso que la motricidad: la conexión cognitiva de Daniel con nosotros, con el mundo, no sólo estaba activa, sino que era rápida como el rayo, aunque él luego no siempre pudiera manifestárnoslo.


Daniel en el colegio, con su profesora Laura


Al lado de todo esto, mi lumbalgia es un churro. Pero joroba un poquillo, y aunque parece que ha empezado a remitir, no me veo capaz de augurar cuánto tiempo más le costara a mi cuerpo recuperarse totalmente. Bueno, iba a escribir cuánto tiempo más le costara a mi cuerpo volver a la normalidad. Pero he rectificado, porque no sería una afirmación acertada. Esta situación actual mía como handicapé no es algo anormal, es una condición siempre posible para el ser humano, para unos, a menudo y afortunadamente, circunstancial o pasajera (leve o grave), pero para otros constituye la forma en que permanentemente deben afrontar su vida. 

Para estos últimos, que son muchos más de los que pensamos, hay un momento claramente incisivo: cuando debes dejar la forma provisional de afrontar la desventaja para aceptar, preparar y construir la actitud y las acciones que te permitirán “normalizar” la supuesta excepcionalidad.  Yo ya voy mejorando, pero estos días, varada como he estado prácticamente a todas horas en el sofá del salón (todo lo que es obligatorio y se alarga en el tiempo acaba siendo detestado, con lo que me gusta a mí el sofá…), le he dado vueltas a unas cuantas cosas.

Por ejemplo, la cantidad de actividades, obligaciones, trabajo, afectos … que quedan como en suspenso, debido a mi “handicapacidad” temporal.  Ello me llevaba a imaginar cómo debería organizarme si esta desventaja se convirtiera en permanente: qué ayudas personales, instrumentales, mecánicas … necesitaría para conseguir acercarme a lo que ahora es mi “normalidad” cotidiana, si eso fuera posible.  Entonces, a ratos, he entrado en un estado emocional similar a una mezcla de cansancio previo, pereza, miedo; porque sé bien que el handicapé, como si no tuviera bastante, al final se enfrenta solo, o con sus muy más allegados, al esfuerzo de acercarse nuevamente al resto de la sociedad (no se suele producir a la inversa).  

No se lo diré a Daniel (estoy deseando verle), no le contaré que no he sentido valentía, porque se partiría de la risa ante mi pusilanimidad. Pero sí que le contaré que entiendo más que nunca su orgullo de handicapé, que no teme manifestar sus exigencias personales a la hora de recibir la ayuda y la atención que precisa. Porque ser capaz de reconocerse como handicapped*, analizar lo que se necesita, lanzarse a confiar en el otro, adaptarse a cómo el otro satisface los cuidados, no es nada fácil. De verdad.




*(Este término, tanto en su forma francesa como inglesa, me parece mucho más exacto que el despectivo que hemos estado utilizando en lengua castellana: discapacitado (por no hablar del anterior, minusválido); en castellano no encontramos un término equivalente al handicapé, lo que nos ha obligado a una perífrasis complicada y poco asumida, como diversidad funcional, diversos funcionales)

sábado, 28 de diciembre de 2019

Cine con barreras


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La tarde del día de 25 fuimos al cine. Vimos Star Wars, con el cine bastante lleno de infantes y adultos, en una sesión absolutamente familiar y navideña. La película importa aquí, no porque merezca demasiados comentarios (que no), sino porque para muchos la saga forma parte de alguna forma de las tradiciones navideñas, y sobre todo porque a Daniel le gusta (creo que especialmente la música). Bostezó alguna vez (también los demás), en algún momento creo que se perdía en el -llamémoslo-argumento (también los demás), pero en general se lo pasó bien las dos horas y casi veinte minutos de proyección, más el casi cuarto de hora previo de publicidad. Fue una buena tarde en los cines de Grancasa.




¿Y por qué cito los cines? Porque quiero agradecer, sobre todo al trabajador que nos acompañó hasta nuestras localidades, su disposición y empatía. Ir al cine en silla de ruedas sigue siendo bastante complicado. En nuestro caso, doblemente complicado, porque alguien tiene que sentarse al lado (junto a, quiero decir, no detrás) de Daniel obligatoriamente, y las habituales ubicaciones reservadas para las sillas de ruedas muchas veces no lo permiten. De hecho, esta vez situamos finalmente a Daniel con su silla en el pasillo, junto a la butaca extrema, con toda la comprensión y facilidades por parte de este amable trabajador, que además indicaba a todos los demás espectadores de nuestra misma fila que, por favor, dieran la vuelta para ocupar sus localidades. Muchas gracias también a ellos.

Quiero también explicar que elegimos los cines Grancasa, porque en el horario de tarde adecuado para las costumbres cotidianas rutinarias (y bastante inamovibles) de Daniel eran los únicos que, a priori, sobre la web, disponían de una ubicación mínimamente cómoda para las sillas de ruedas. Otros cines del centro de la ciudad ofrecían a esa hora la película en una sala de mucha capacidad, pero en la que las plazas para sillas de ruedas estaban en la primera fila y en una esquina, o sea, lo que nadie suele querer, y menos en una película como Star Wars. Para no faltar a toda la verdad, quiero decir que en estos mismos cines, imposibles para nosotros el día de Navidad, pudimos ver El Rey León hace unos meses en otra de sus salas, sin más dificultad que la necesidad de utilizar una entrada trasera diferente al resto de la gente, donde está el ascensor (como sabrán los habitantes de mi ciudad esos cines del centro tienen la entrada muy, muy en alto); igualmente quiero recordar que los trabajadores que entonces nos acompañaron fueron super-amables. La localización de las plazas para silla de ruedas no eran tampoco de lo mejor, pero por lo menos estaban hacia la mitad del cine.

El asunto es que las salas de cine han hecho lo mínimo para adaptarse a la normativa de accesibilidad, que tampoco les obliga a más, claro. Que no parece que hayan preguntado qué tipo de diversidades funcionales físicas e intelectuales pueden tener sus espectadores. Creo que sólo han hecho un hueco en las salas para ubicar sillas de ruedas, allí donde y cómo menos problemas y costes les suponía. Sigue habiendo escaleras en las salas, y seguirán así, porque en salas pequeñas es complicado sustituirlas por rampas y conservar visibilidad. Así que quizás deberían plantearse introducir elementos mecánicos de accesibilidad, por ejemplo, o diferentes puntos de entrada a las salas. Sé que habrá quien diga que no se ve a muchas personas con diversidad funcional en el cine… Ya… A veces no es fácil que puedan ir. Pero, es evidente que nadie se lo facilita demasiado, tampoco. Así que el público con diversidad funcional es un público que seguro termina mejor viendo las películas en su casa, claro. Y con él, quienes solemos acompañar. Y estoy hablando de la cuestión de la silla de ruedas y de la carencia de capacidad de autonomía para estar solo, como es el caso de Daniel, que es lo que mejor conozco. Pero en la actualidad ya podrían implementarse soluciones tecnológicas para otras diversidades, y nadie lo está planteando. A la larga, otro mal síntoma para el cine como espectáculo público.