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¡Gracias por leernos!
Por fin, Daniel ha podido comenzar su nueva etapa en el Centro de Los Pueyos, con un retraso de dos meses a causa de las especiales condiciones en que los centros de día y residencias para personas con necesidades especiales deben mantener, debido a la pandemia. No va a poder acudir tampoco a tiempo completo, ni todos los días de la semana, porque la presencialidad de los usuarios va a organizarse en días alternos, para poder observar las medidas de seguridad precisas. Pero estamos muy contentos de que Daniel pueda ir recuperando su normalidad, su actividad. Y él, lo está aún más.
Daniel escuchando Ragtime |
Como ya he contado, todos estos meses, desde que empezó la pandemia, Daniel ha estado en casa, con excepción de quince días de asistencia al campamento de verano, allá por julio. En casa está estupendamente: vacaciones totales. Tan bien que estos meses se ha engordado, ha crecido, ha ido de colega total con su padre a hacer deporte, a comprar, a pasear … En fin. Pero está claro que necesita su propio espacio social, otros estímulos externos a los familiares, una rutina un poco más exigente que la comodidad del hogar. Teníamos un poco de miedo a su adaptación, porque le toca conocer un sitio nuevo (toda su etapa escolar, ya terminada, ha transcurrido en el mismo colegio, el querido CPEE Ángel Riviere), gente nueva, y lo tiene que hacer después de este periodo tan largo y tan acomodaticio en casita con padre y madre. Pero, ha ido muy bien.
El primer día no quería ir, se enfadó bastante. Sin embargo, volvió nervioso pero contento, aunque no por ello dejó de castigar, a la salida, con su indiferencia a su padre, que le había llevado (y también esperado a la puerta del centro -por si la cosa se torcía- las 3 horas que estuvo tomando primeros contactos, y que en principio iban a ser 2, aunque se alargaron, porque la terapeuta lo vio tan estupendo que se decidió ya a llevarlo a conocer a algunos de los que serán sus compañeros habituales en el grupo burbuja).
El segundo día se despertó gritando “¡quiero ir!”, y cuando su padre se lo dejo a la terapeuta en la puerta, entro cantando ragtime: tu ru ru ru tu tu … Y cantando ragtime ha salido hoy, su tercer día.
Ayer por la tarde, le pregunté ¿qué tal el nuevo sitio, Daniel, bien, no? Casi me caigo de risa, porque se le puso una cara de alegría total, al tiempo que me decía con la boca pequeña: no. Si no lo conociéramos…: esa es su táctica para que no creas que puedes desentenderte de él; como si no lo supiera, como si no supiera que está en el centro de todo y de todos nosotros. Y es un alivio que pueda retomar la fisioterapia y las estimulaciones más específicas. Porque como a todos, esta situación de la pandemia también le afecta, y durante todos estos meses ha estado muy callado, costaba sacarle las palabras, y escasamente tomaba alguna iniciativa de comunicación oral. Ayer, cantaba tu ru ru ru tu sin que le dijeras nada, pedía que participase en la canción, quería bailar (nos echamos unos swings que para qué), y terminaba las frases del cuento de astronautas que quiso que le contara. Está más contento, sin ninguna duda, me ha dicho hace un rato su padre y hermano mío. Pues todos contentos.
Muchas noches, después de cenar, nos sentamos un rato a ver en La 2 de TVE algunos documentales sobre diferentes formas de entender la arquitectura: arquitectura sostenible y eco-construcciones, ubicaciones insólitas, auto-construcciones, espacios pequeños y autogestionados ... En el episodio del pasado jueves de la serie "Espacios increíbles", del arquitecto y divulgador George Clarke, mostraron, entre otras, la construcción llevada a cabo por Sam, una persona con diversidad funcional, que buscaba autonomía personal. Está muy bien explicado cuáles son los inconvenientes que normalmente presentan las edificaciones estándar, cómo Sam se ha planteado solventarlas y es realmente estupendo el resultado final de su aventura constructiva: una especie de carromato autosuficiente en cuanto a energía y abastecimiento de agua, totalmente accesible tanto desde el exterior como en su configuración interior, y que Sam puede manejar prácticamente solo. Especialmente llamativo es el hecho de que la grúa construida por un amigo, y que le permite disponer de su apoyo para cambiarse desde su silla de ruedas a un sillón o a la cama, se puede manejar desde cualquier lugar del interior de la carreta, y que, como Sam cuenta, la han llevado a cabo por 150€, frente a los más de 3.000 que hubiera costado si la hubiera comprado.
Las dos últimas tardes que nos
hemos visto hemos estado buceando en la guitarra y en la vihuela. Hemos
escuchado piezas interpretadas por Andrés Segovia, de Albéniz, Granados, Bach.
Y hemos recorrido un puñado de vídeos con piezas para vihuela, tanto del
renacimiento como del barroco. Me hace mucha gracia la expresión de felicidad cuasi
beatifica de Daniel cuando escucha música clásica, y no deja de asombrarme su
capacidad innata para intuir los giros, los cambios en una composición (aunque
no la haya escuchado antes, lo juro): antes de que ocurran suele anunciarlos
con su expresión, o se pone alerta, y cuando ya se ha verificado la transición
expresa una gran alegría, como diciendo, ¡ya lo sabía yo!
Me parece que no os había contado que, a estas alturas, finales de septiembre, el melómano Daniel todavía no ha podido incorporarse a su nuevo centro, el cual ha tenido que cerrar sus puertas para guardar la cuarentena preceptiva por un caso positivo en Covid19. Entre unas cosas y otras, Daniel lleva en casa desde marzo, salvo un par de semanas que pudo asistir al campamento de verano.
Respecto a esta situación os diré, en plan anécdota, que Daniel empieza ya a hartarse de todo, y mira que el chaval tiene una curiosidad a prueba de confinamientos, paseos solitarios con papá y lo que le echen. Pero ya es mucho tiempo de escasa o nula sociabilización fuera del ámbito familiar. En plan más serio, os contaré, sin más ánimo que el de volver la mirada hacia lugares y circunstancias de la pandemia que no se ven demasiado, que la dilatada estancia hogareña de Daniel tiene complicadas consecuencias a nivel familiar. El padre de Daniel tuvo que pedir excedencia en su trabajo para poder atender a su hijo en horario completo, porque a finales de agosto no se sabía si el plan Me Cuida iba a prorrogarse, y la atención a Daniel no es fácil de improvisarse, hay que tener previstas muchas cosas. Así que, de momento, un sueldo menos en casa, pero más gastos diarios.
Sé que cada casa, cada familia, prácticamente cada persona, sufre esta situación de pandemia con alguna implicación dificultosa. Pero, como empieza a escucharse ya desde hace un tiempo, las circunstancias y sus consecuencias no afectan a todo el mundo por igual y, una vez más, los más frágiles han de afrontar mayores adversidades.
Visto desde aquí y ahora, aparte de que la epidemia tiene sus propias leyes que no torceremos completamente hasta que no tengamos una vacuna, creo que este país fue empujado, por razones de pura economía, con demasiada prisa a entrar en esto de la “nueva normalidad”, que se ha convertido en una falta de normalidad para todos, aunque, insisto, más difícil de encajar para algunos. Nadie, a estas alturas, puede decir que, como sociedad, hemos antepuesto la salud. No vivimos en una sociedad que anteponga el valor del cuidado de los suyos. Así que lo ocurrido y lo que parece seguirá ocurriendo no debería extrañar a nadie. Como era de prever en aquella desescalada la razón económica acabó primando bajo los mismos parámetros cortoplacistas que ya conocíamos.
Como al padre de Daniel, imagino que les habrá sucedido a muchos de los familiares de las personas con discapacidad que se hayan visto afectados por la actual cuarentena del centro, y la situación la podríamos seguir multiplicando por todos los centros de atención a la discapacidad que a lo largo de los meses seguro se verán afectados durante periodos de tiempo más o menos largos, igual que va a ir sucediendo con los centros escolares, cuando hay que cerrar temporalmente algún aula.
La conciliación sigue sin ser uno
de los objetivos en la estructura de las empresas españolas. La pandemia
parecía, dentro del desastre, una buena oportunidad para edificar una economía
diferente, menos banal, más real e incluso segura. Los servicios
del cuidado constituyen un sector económico a potenciar: a diferencia de algunos otros muy abundantes, los negocios del cuidado, querámoslo o no, siempre serán necesarios, y parece que cada vez más, aunque
demos la impresión de ignorarlo, mientras ocupan su territorio franquicias y fondos buitre,
que poco ayudan a instaurar una auténtica filosofía social del cuidado. Esta deficiencia estructural en el entramado
social seguro que la vamos a sentir todos en este tiempo, y entre todos
deberíamos hacer un pensamiento, de cara al futuro, sobre nuestras prioridades.
El pasado día 12 de septiembre publiqué un artículo en Heraldo en Aragón en el que intentaba poner de manifiesto algunas de las particularidades de los efectos de la actual pandemia dentro del ámbito de la vida en discapacidad. Sé que cada colectivo del conjunto de la sociedad, cada familia, cada persona sufre esta larga situación de forma semejante a otros, pero también de manera diferente en cada caso, cada cual con sus pequeñas o grandes particularidades. De algunas de estas particularidades somos más conscientes, de otras mucho menos. Creo que uno de los ámbitos menos conocidos (siempre y ahora) es el de la discapacidad, a pesar de que, como hemos dicho tantas veces, no sólo las cifras de ciudadanos que viven con alguna diversidad funcional son los suficientemente importantes como para que no fuera así, sino que cada uno de nosotros tiene muchas posibilidades de pasar a ser parte de ese colectivo en cualquier momento de nuestra vida, por múltiples causas.
Un pequeño ejemplo de estas particularidades en la actual coyuntura pandémica lo ponía, a comienzos del curso escolar, una profesora de educación especial, al advertir que, ya en su primer día de clase con sus alumnos diversamente funcionales, se había tenido que quitar la mascarilla: algunos de sus alumnos no la reconocían, no podía entablar buena comunicación con ellos con la mascarilla puesta. En cinco minutos todas las medidas de seguridad se volvían imposibles, incompatibles con lo cotidiano, pero no de una manera banal (por hacer una fiesta, por no cuidar aforos, o por cualquiera de las incoherencias que tantas veces estamos observando): por pura necesidad vital.
Hablábamos ayer con el padre de Daniel (es decir, mi hermano) sobre cómo a algunas personas de nuestro entorno les cuesta mucho imaginar las graves consecuencias vitales que pudiera tener que alguno de los miembros de su núcleo familiar enfermase. Y si le pasara a Daniel, ya no sólo es que las consecuencias pudieran ser muy graves para su salud, es que se iniciaría una cadena de riesgos familiares complicada de eludir y parar: si a un chaval con discapacidad hubiera que ingresarlo, algún familiar debería quedarse en aislamiento con él necesariamente, porque nadie del hospital podría hacerse cargo de su atención y porque posiblemente la persona discapacitada enferma necesitaría a su lado de alguien conocido, y lo necesitaría de manera constante. Ello conlleva el riesgo de infección para el familiar, y si su proceso fuera grave, estaríamos en una situación terrible. Y esto es el ejemplo extremo de la panoplia de situaciones diarias que se están dando en la vida diaria de los entornos de la discapacidad.
Tengo la impresión de que cuanto más tiempo pasemos dentro de la pandemia más va a decrecer la empatía colectiva. Por eso debemos reforzar todo lo que podamos la protección de los más frágiles.
Copio a continuación el texto del artículo que publiqué en Heraldo, por si alguien no pudo leerlo y le interesa:
Daniel en el colegio, con su profesora Laura |